La Ciudad de la Justicia reaparece en Madrid como un espejismo en un desierto moral, con el mismo fulgor de las grandes profecías incumplidas y con la misma obstinación arquitectónica. Han pasado más de veinte años desde que se concibiera este santuario administrativo, este mausoleo futurista del Estado de Derecho, y uno tiene la sensación de asistir a la resurrección de un mito urbano que se ha contado a sí mismo tantas veces que ya no distingue entre la épica y la parodia. El megaproyecto de Ayuso, presentado con la solemnidad de una liturgia fundacional, viene a suplantar el fracaso acumulado por cuatro generaciones políticas y tres fiascos contables, como si la justicia necesitara una catedral para redimirse de su propia errancia.
La primera piedra, naturalmente, no es una piedra. Es un símbolo. Como también lo es el roble que Ayuso ha plantado para certificar que la justicia echa raíces, crece, se proyecta hacia el cielo y promete la sombra que nunca tuvieron los funcionarios que trabajaban en las sedes dispersas y alquiladas.
El árbol queda ahí como consuelo botánico, como metáfora vegetal de un proyecto que ya ha consumido millones sin haber levantado más que un edificio solitario, aquel anillo judicial que Aguirre imaginó como parte de una constelación futurista y que acabó convertido en una pieza arqueológica del despilfarro institucional. Pero ahora, aseguran, empieza de verdad. Ahora sí. Ahora no hay lugar para el escepticismo ni para la hemeroteca, porque los nuevos tiempos exigen nuevas megas, nuevos complejos, nuevas pretendidas epopeyas administrativas con vocación de eternidad.
El efecto distópico es inmediato. Una Ciudad de la Justicia que no es ciudad ni justicia, sino una especie de macrocreación urbanística donde se concentrarán miles de almas cada día, juzgados de todas las jurisdicciones, despachos, servicios forenses, funcionarios, acusados que entrarán por un lado, víctimas por otro, abogados que harán colas diferenciadas como en un aeropuerto moral.
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Rubén AmónSe habla de flujos de circulación, de accesos segregados, de pasillos que evitarán cruces inconvenientes, como si la justicia en el siglo XXI necesitara un diseño de parque temático para ordenar la tragedia humana. Hay algo inquietante en esa obsesión por la circulación. Algo recuerda a las novelas donde las ciudades se construyen para controlar mejor a sus habitantes. La justicia se vuelve así un engranaje, una maquinaria, un sistema circulatorio cuyo objetivo es que nada escape, que todo fluya, que nadie se cruce con quien no debe. Una ingeniería emocional.
Más de 653 millones de euros requiere este renacer. Un complejo cuatro veces mayor que el Tribunal de Justicia de París. Más de 470.000 metros cuadrados de justicia concentrada como si fuera un compuesto químico, una esencia destilada que al fin resolverá lo que nunca resolvieron veinte años de burocracia, querellas cruzadas, concursos desiertos, condenas, investigaciones, informes inflados y viajes institucionales de ida y vuelta.
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Rubén AmónSe promete un ahorro anual de 80 millones de euros en alquileres, y la cifra suena tan redonda, tan pedagógica, tan diseñada para el titular, que sería un acto de ingenuidad no percibir en ella el perfume de la contabilidad creativa. Con cada anuncio de ahorro viene aparejada la sospecha del gasto anterior, el que ya se hizo, el que ya se perdió, el que quedó sepultado bajo toneladas de documentos y memoras de auditoría.
Lo más notable no es la arquitectura, sino su aura. La Ciudad de la Justicia no pretende solo resolver problemas administrativos. Aspira a encarnar una idea moral, una promesa civilizatoria. Y es ahí, precisamente ahí, donde la distopía asoma la cabeza. Porque una justicia que necesita un coliseo para legitimarse revela su propia fragilidad. La justicia no es un edificio: es un hábito, un procedimiento, una cultura. Y lo que Madrid está construyendo es un monumento al deseo de que la justicia parezca lo que no siempre consigue ser. Las ciudades distópicas, al fin y al cabo, nunca se caracterizan por sus carencias, sino por su exceso de monumentalidad.
Hay algo profundamente irónico en asistir a esta ceremonia de grandeza mientras los juzgados actuales siguen padeciendo cortes eléctricos, filtraciones de agua y sistemas informáticos que desfallecen a la primera ráfaga de realidad. El contraste entre la ciudad ideal y la ciudad sufriente no puede ser más literario. La macroestructura proyectada promete seguridad, eficiencia, transparencia, comodidad. Pero la justicia real, la cotidiana, la que vive de plazos vencidos, de señalamientos aplazados, de expedientes digitales que no abren y de funcionarios al límite, no aparece en las maquetas. La justicia convertida en proyecto es impecable; la justicia ejercida es otra cosa.
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Rubén AmónDe ahí el valor posmoderno de esta Ciudad de la Justicia. Representa el sueño de un orden perfecto construido sobre la memoria de un caos interminable. Quiere representar el símbolo de un Estado de Derecho firme y luminoso, y en ese afán termina recordándonos que la justicia, cuando se monumentaliza, corre el riesgo de convertirse en su propia caricatura. Porque nada es más inquietante que una ciudad construida para administrar la verdad. Y nada más humano que sospechar que, cuando se promete la justicia total, lo que llega suele ser solo un edificio más grande.
