Cómo sobrevivir a Madrid en Navidad sin necesidad de marcharse

Escrito el 07/12/2025
Rubén Amón

Perfil bajo, estrategias periféricas: tratado práctico sobre cómo habitar la capital sin sucumbir al ruido visual, el empujón masivo y la religión del regalo inútil

Madrid, en Navidad, más que iluminarse se incendia. Un incendio sin humo, de acuerdo, pero con idéntica sensación de asfixia y con parecidas tentaciones de vestirse con indumentaria ignífuga. El centro deja de existir como espacio urbano y degenera en un parque temático para la compra compulsiva y la sobrestimulación sensorial, una suerte de Eurodisney del jersey hortera, la bola brillante y el villancico loop. La luz no adorna: agrede. Se introduce por las pupilas como una borrachera eléctrica que convierte la Puerta del Sol en una pista de aterrizaje para renos alucinados.

Y, sin embargo, existe una épica discreta: quedarse. Resistir sin subirse al primer AVE hacia la provincia liberada. Sobrevivir a Madrid en Navidad sin necesidad de exilio interior es un deporte de alta estrategia urbana.

Primera norma: evitar el centro como quien evita un brote vírico. La Gran Vía no es una calle: es una cinta transportadora humana gobernada por el principio de leyenda negra (nadie entra, nadie sale), mientras que la Puerta del Sol refulge como un luminoso donde la multitud pierde forma y voluntad.

¿Solución? Redescubrir la tiranía benévola de los barrios. Madrid sigue siendo habitable a partir de la tercera manzana. Chamberí, Retiro, Argüelles, Prosperidad: territorios donde la Navidad es una modesta guirnalda en un árbol municipal y una pastelería que vende más roscón del habitual. Nada más. Barrios donde todavía se oye caminar; donde se puede tomar café sin que nadie te atropelle con una bolsa del tamaño de una nevera.

Rubén Amón

Segunda norma: apagar la luz ajena encendiendo la propia. El impacto lumínico se combate con sombras voluntarias. Museos poco concurridos entre semana (el Lázaro Galdiano es el escondite perfecto del misántropo civilizado), bibliotecas silenciosas que recuerdan que existe una vida sin altavoces. Y, por encima de todo, el refugio doméstico reivindicado: cortinas cerradas, lámpara indirecta, un disco de vinilo puesto con nostalgia y un libro cuya trama no incluya el gasto en tarjetas de crédito. Resistir empieza por no salir si no hay una razón estética o íntima.

Tercera norma: observar al consumidor como un antropólogo de balcón. La orgía comercial no necesita participación activa; basta el voyeurismo moral. Desde una terraza calentada por una estufa externa se puede contemplar el desfile de bolsas como quien observa una migración estacional de especies cargadas de logo. Comprar por comprar es el rito navideño supremo: el regalo inútil elevado a sacramento. El pijama de Papá Noel que nunca se usará. El difusor aromático que olerá a trastero. La vela que morirá sin haber ardido. El capitalismo festivo funciona al ritmo de promesas efímeras empaquetadas en papel brillante.

Héctor García Barnés

La vacuna: comprar poco, tarde y local. No entrar jamás en grandes superficies. Apostar por librerías de barrio, mercados de proximidad, tiendas donde el dependiente tiene nombre propio y memoria. Hacer del regalo una ceremonia mínima: algo pensado para alguien concreto y no para cumplir el calendario.

Cuarta norma: alterar los horarios. Quien madruga compra en paz. Las nueve de la mañana de diciembre son una joya urbana: cafeterías casi vacías, calles respirables, dependientes aun sin la mirada de combatiente exhausto. A partir del mediodía la ciudad se colapsa, pero al amanecer todavía le queda dignidad.

Quinta norma: trabajar el humor defensivo. No combatir la saturación con ira (la ira es una forma de derrota) sino con ironía. En Navidad la serenidad es subversiva. Mirar la iluminación excesiva como si fuera una instalación fallida de arte contemporáneo. Pensar el atasco humano como performance colectiva. Reírse del espumillón como del último estertor del mal gusto.

Rubén Amón

Finalmente, la regla mayor: no fingir entusiasmo. No colgarse el cascabel emocional si no toca. La felicidad impostada es la peor contaminación acústica de estas fechas. Madrid se sobrevive practicando una discreta honestidad vital: disfrutar lo que merece la pena, una conversación larga, una comida tranquila, un paseo por El Retiro sin aglomeraciones, y esquivar la coreografía forzada de la euforia colectiva.

No hay que huir de Madrid en Navidad. Hay que localizar su punto muerto, ese espacio secreto donde la ciudad no grita sino que susurra, donde la luz no enloquece y donde el tiempo parece aún nuestro. Resistir es quedarse sin participar del estruendo. Practicar el arte menor de la elegancia urbana: vivir diciembre en sordina. Quedarse también puede ser una victoria.