El tibio es el nuevo enemigo público, una figura sospechosa por no levantar el puño ni tensar la mandíbula, por preferir la gramática al exabrupto, la razón al berrido, el párrafo al improperio. En la nueva cartografía de la derecha emocional, la moderación ya no es una virtud: es una coartada de traidores. Y el matiz, una rendición.
Ayuso no pide ideas: exige decibelios. Tampoco proyecto: pide beligerancia. Sustituye la política de la propuesta por la política del tono, que es la manera perezosa de ocupar el espacio público cuando escasea el contenido o se teme la complejidad.
La guerra de los tibios no se libra contra una ideología, sino contra cualquier tentativa de pensamiento lento. Para Ayuso, todo lo matizado huele a desertor; todo lo prudente, a rendición. El populismo sin pueblo consiste justo en eso: disciplinar más al propio bando que incomodar al adversario.
La presidenta madrileña ya no se conforma con confrontar a la izquierda (eso pertenece a la normalidad democrática), sino que depura hacia dentro. El enemigo ya no está enfrente, sino al lado: el moderado, el periodista no alineado, el militante sin testosterona tribuna. La nueva ortodoxia evalúa posturas no por su contenido, sino por su voltaje emocional. No importa lo que se dice, sino cuánto se grita. La política convertida en karaoke de consignas. A Sánchez hay que echarlo de cualquier manera, incluso imitándolo.
La libertad de expresión, en peligro: no es la censura, es la autocensura
Ignacio VarelaEn esta cruzada maximalista late una obsesión por erradicar la tibieza como antes se purgaba la disidencia templada. Y es imposible no reconocer aquí la estela de aquellos moderaditos que Diego Garrocho describía con acierto entomológico: figuras incómodas porque no entran en la lógica del bando nítido, ciudadanos refractarios al sectarismo, defensores de una sensatez que parecía falta de convicción. Los tibios de Ayuso no son sino la generalización hostil de esos moderaditos: el mismo enemigo conceptual, ampliado, radicalizado y ahora convertido en objeto de persecución política.
El moderadito de Garrocho era una figura incómoda por pensar demasiado antes de hablar; el tibio de Ayuso es incómodo porque no vomita eslóganes con la ferocidad debida. La diferencia es que donde Garrocho diagnosticaba una rareza democrática (la dificultad de mantener una voz sosegada en tiempos de furia), Ayuso impulsa directamente su eliminación del paisaje público. Ya no basta con señalar la marginalidad del moderado: ahora toca estigmatizarlo como traidor.
"Ser 'moderadito' es hoy la actitud más valiente y la menos rentable de todas"
Ángel VillarinoParadójicamente, esta operación convierte la tibieza en un acto de resistencia. Ser tibio, según la semántica ayusista, equivale a negarse al dogma del grito obligatorio. Defender el matiz frente al insulto, la reflexión frente al reflejo pavloviano, se vuelve una forma de disidencia cívica. El tibio es el último racionalista en un ecosistema político colonizado por la teatralidad permanente.
Ayuso propone una política de pureza emocional: o ardes o sobras. La metáfora bélica elimina la zona intermedia, esa tierra incómoda donde se piensa sin pancarta. No se exigen programas, sino estados de ánimo. No se pide argumentar, sino dramatizar. El adversario se define menos por lo que propone que por el volumen al que discute.
Así se empobrece la conversación pública: el debate sustantivo se sustituye por el campeonato de invectivas. La radicalización del tono no eleva la política; la degrada al rango de espectáculo identitario. El ruido no persuade: recluta.
La memoria de Franco y el sanchismo furioso
Antonio CasadoEl problema del tibio es que recuerda algo esencial: la política no consiste en exacerbar el conflicto, sino en articular desacuerdos sin convertirlos en linchamientos emocionales. El tibio es antipático para quien necesita escenificar una guerra constante, porque demuestra que no todo desacuerdo es una trinchera.
En la cruzada de Ayuso contra los tibios late un miedo más profundo: el temor a que todavía exista una ciudadanía que no quiera elegir entre el alarido y la sumisión. Frente a la exageración convertida en método, el tibio (heredero directo del moderadito de Garrocho) es el último bastión de la inteligencia civil. Y por eso resulta tan peligroso para quienes confunden liderazgo con estrépito.
El señalamiento del tibio implica y evidencia un ejercicio de encubrimiento hacia las propias fechorías políticas. Todo puede hacerse en nombre del antisanchismo. Y la emergencia nacional es tan grande y tan urgente que los librepensadores -llamémoslos tibios- y los ciudadanos provistos de sentido crítico -digámoslos moderaditos- ya formarían parte de los aliados de Sánchez.
